sábado, 18 de septiembre de 2010

Aula

                No fue la estrecha carretera, ni los muros de piedra y la vegetación que la custodiaban. Tampoco fue la construcción en la que se encontraba, ni los matorrales, que se amontonaban como queriendo pillar cacho de tierra, justo ante la puerta. Tampoco fue la cerradura, ni los desconchones de la pared. El mueble pintado que había en la salita anterior y las sillas de las fiestas de Agosto, rojas de plástico, amontonadas en una esquina tampoco me llegaron a embriagar tanto como la primera vista, al abrir, cuando la puerta me dejó mudo, sin habla. Sin palabras. Casi sin poder moverme.

                Yo pensaba que eso ya no existía, pero existe. Hay cosas que, al contrario que nosotros, que evolucionamos para bien o para mal, se quedan estancadas en el tiempo, en el campo, en el olvido junto al centenar de personas que habitan aldeas como Narila. Supongo que ese olvido y el paso intransigente del tiempo habrá minado las pocas posibilidades de aquella estancia de unos 20 metros cuadrados destinada, en su tiempo, a ser aula de niños y ahora, en el 2010, 40 años después, a clases de adultos.

                Mi primera mirada analítica fue dirigida a las cortinas, fruto, a mi parecer, de una más que segura ceguera estética. Miles de encajes de flores se agrupaban, unos junto a otros, empeñados en unir distintas tonalidades de blanco entregado a los caprichos del sol, del tiempo, del polvo, de los años. En medio de la estancia, ocultando un stor de cañas de bambú roído con bordes morados, un retal color anaranjado, que arrastraba un par de centímetros de tela acartonados por el suelo, trataba de otorgar al aula la intimidad que ya no prestaba la desaparecida persiana de bandas verdes de madera.

                El resto de la atención quedó dispersa por la estancia. La pizarra, al fondo, el crucifijo de madera sobre ella, las mesas y las sillas dispuestas en el centro, las lamparitas de marquetería con adornos de hilo cruzado que pendían de cables medio pelados, alguno de ellos adornados aún con tiras del árbol de navidad, nacidos de un techo blanco, agrietado, robusto, sin esquinas en la intersección con las paredes, terminando en curva, como antaño. Y al fondo, atravesando la puerta contigua a la pizarra, el servicio, sin agua, con una toalla tiesa colgada de una clavo y una taza de wáter indescriptible, “pa qué”.

                De vuelta, en la soledad reflexiva del coche,  caí en la cuenta de que aquello era el esfuerzo de un grupo de personas por mantener, con sus recursos, un servicio que se resistían a perder, el maestro de adultos. Y en estas tierras,  donde te abren la puerta de la casa sólo por pasar delante de ella, se merecen la mejor de las atenciones aunque el techo se nos caiga encima. Por eso, días después, cuando conocí a mis ocho abuelitas, cuando me contaron rebosantes de ilusión el trabajo que les había costado pintar las paredes, cambiar la cerradura, colocar las cortinas y enderezar el maltrecho crucifijo, dejé en unas de las paredes, donde menos pintaba, mi corazón colgado.


Salud DIARIANTES.

6 comentarios:

  1. Imagínote pues con una cabronesca sonrisa el primer día que ojeaste aquellas curiosas instalaciones.
    Buen y prometedor desenlace en esta historia, que seguro nos proveerá de mil anécdotas dignas de ser recopiladas en un monólogo.
    Alegría y cerveza fría.

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  2. Ya estoy oliendo a humedad con finas trazas de naftalina y zotal, pero sin duda, mi querido amigo emulas a Labordeta no llevando un país, sino una escuela en la mochila. Gracias por hacer la labor que haces.
    Salud, diariante.

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  3. Precioso, pero sobre todo aleccionador. Buen inicio...mejor final!!

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  4. Pues sí, Martinelli, la sonrisa se tornó en casi llanto cuando entré en aquella estancia. Ahora, entro mirando, pero sin mirar.

    Qué bonito lo de las trazas de naftalina y zotal, cualidades, aunque a lo que más olía allí era a mier... Os seguiré dejando retales de mi escuela en la mochila.

    Gracias Sir Erik. He aprendido una importante lección de 8 abuelas que, entre todas, pueden juntar más años que la humedad tiene.

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  5. Ese centro de trabajo nuevo que tienes es precioso, pero solo si lo comparas con el zulo donde yo trabaje unos años.


    Ten cuidadin con las viejas.

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  6. Imagino tu primera impresión, un vuelco en el estómago y un montón de preguntas... qué cojones hago yo aquí... Mucha gente en la cabeza.
    Pero voy a decirte algo, Pequeñito. Tú eres el más indicado para hacer de ese campo seco y añejo, el más fértil de toda la Alpujarra.
    Saludos.

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